PIPOL NEWS 61
Alegoría del Amor y del Tiempo
Miquel Bassols
Pipol 6 ha marcado un nuevo giro en
la serie Pipol. Esta vez el giro se ha hecho especialmente presente en el
desplazamiento del tema que se fue produciendo durante el tiempo previo al
Congreso: desde “El caso, la institución, y mi experiencia del psicoanálisis”,
hacia “Después del Edipo las mujeres se conjugan en futuro”. Gil Caroz fue
marcando las escansiones de este desplazamiento de manera tan oportuna como
precisa hasta el momento Pipol 6 de este pasado fin de semana.
¿De qué
se ha tratado en realidad en este desplazamiento y en estas escansiones? De
varios registros, y muy especialmente del lugar que la propia experiencia
analítica ha tenido y sigue teniendo en la posición de cada analista, en el uso
que éste hace de la transferencia en cada análisis que conduce, también en el
modo en que sitúa los efectos que cada caso produce en él. Pero, tal como
señaló Jacques-Alain Miller en una de las sesiones plenarias, tenemos razones
para preguntarnos “qué diferencia esta manera de exponer el propio análisis en
provecho de un caso, de lo que se practica en el psicoanálisis bajo el nombre
de contra-transferencia”. La contra-transferencia, —esa “impropiedad
conceptual” al decir de Jacques Lacan en “La dirección de la cura…”—, es en
efecto el modo en que el analista queda empantanado en la experiencia con la
reciprocidad de los afectos, de las pasiones y de los caprichos del Yo, de sus
prejuicios en definitiva, todo ello en una dimisión del deseo del analista,
deseo que va precisamente a contracorriente de esta inercia, deseo que se
supone que ha podido atravesar los velos recíprocos de los afectos. Es el
riesgo que corre cada vez que el analista habla como sujeto de una experiencia
en la que nunca está como sujeto sino en función de objeto. Para hacerlo sólo
tiene una salida que es en realidad una entrada indicada en la continuación del
comentario citado por Jacques-Alain Miller: “para alcanzar lo real, el analista
debe ir hasta el fondo en el registro de la estructura, no en el sentido de sus
caprichos”.
El
registro de la estructura no es otro que el deseo mismo puesto en acto como
interpretación. Y de esta puesta en acto no hay sujeto previo ni posterior que
pueda decir “Yo”, sólo sus efectos en un sujeto que no puede situarse ya de
manera recíproca al Otro en la transferencia. Es lo que Lacan pudo deducir al
afirmar: “no hay transferencia de la transferencia”, del mismo modo que no hay
“lo verdadero acerca de lo verdadero” (ver su “Reseña de enseñanza” de “El acto
psicoanalítico”). Lo que podría dejar al analista en una posición más bien
incómoda, o también a veces de buscada y beneficiosa ambigüedad, si no fuera
porque él mismo debe haber hecho la experiencia de los engaños del amor de
transferencia, en lo que muy bien debemos situar como un uso de la
transferencia después del Edipo. Es decir, un uso del amor de transferencia que
no dependa del Nombre del Padre como supuesto Otro del Otro, principio de la
impropiedad conceptual de la contra-transferencia. Este nuevo uso lo sitúa —la
observación volvió varias veces en el transcurso del Congreso— en una posición
más bien femenina.
¿Pero
no es eso también lo que descubrimos, como una carta demasiado a la vista de
todos, en la preciosa portada del Seminario VI de Jacques Lacan sobre “El deseo
y su interpretación”? El famoso cuadro del Bronzino (Agnolo di Cosimo),
titulado a veces “El triunfo de Venus”, a veces “Alegoría del amor y del
tiempo”, sigue guardando ese enigma, entre incómodo y ambiguo, de la posición
femenina en el amor. Y lo sigue guardando a pesar de —o más bien, como señaló
el propio Jacques-Alain Miller, precisamente por— ilustrar el desvelamiento
mismo de la interpretación. El biógrafo del Bronzino lo describe del siguiente
modo:“Ha hecho una pintura de singular belleza que ha sido enviada al rey
Francisco de Francia; en ella se ve a Venus desnuda con Cupido besándola; y en
el otro lado el Placer y el Juego con varios Amores; en el otro, el Fraude, los
Celos y otras pasiones del Amor". Cada personaje del cuadro, máscaras
incluidas, muestra algún rasgo de equívoca ambigüedad sabiamente dosificado por
el pintor: el propio Cupido con su cuerpo entre masculino y femenino, evocando
a la vez un incesto con su madre Venus. O el gesto de cada uno a escondidas del
otro: Cupido intentando quitarle la diadema a Venus, Venus la flecha del amor
—o del odio— a Cupido. Y así con cada una de las otras figuras, tal como van
desfilando en el precioso comentario que Erwin Panofsky hizo del cuadro.
En el
juego de judo que el amor mantiene con el goce, donde no hay ya reciprocidad
posible del sujeto con el Otro, es la interpretación, encarnada en el cuadro
por el gesto del Tiempo manteniendo el velo levantado sobre la escena, la que
decide el lugar del objeto en la estructura. Y es un lugar siempre marcado por
la posición femenina, tan Otra para sí misma como imposible de hacerse
recíproca para nadie.
Barcelona, 10 de
julio de 2013
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