14 de octubre de 2013










Humor y ternura
Gustavo Martín Garzo
Publicado en la Revista de Psicoanálisis y Cultura de Castilla y León Nº 26

Es difícil vivir al lado de alguien que carece de humor. El humor nos permite tomar distancia respecto a nosotros mismos y aceptar nuestras contradicciones. John Keats dijo que el hombre debía vivir con los pies en el jardín y los dedos tocando las estrellas. Esa doble naturaleza es la que nos salva. El candor nos salva de la perversidad, la generosidad, de la prudencia; la abnegación, del individualismo; el deseo de ser y de saber, del deseo de éxito y de riquezas. Nada de esto no sería posible sin la ironía, que es la capacidad para tolerar las contradicciones de la vida. Es mejor escapar del que sólo dice ser una cosa, porque se toma demasiado en serio. Quien lo hace no sólo ve de sí mismo la parte que le conviene sino que suele tener la molesta inclinación a exigir a los demás que sean como él. La religión suele carecer de humor y por eso es tan poco recomendable. Mary McCarthy decía que esta solo debería permitirse a las buenas personas, ya que para las demás era una tentación para los pecados mortales del orgullo, la ira y la pereza. Y podría añadirse que la religión debería prohibirse sobre todo a los que carecen de humor. San Francisco es uno de los santos más maravillosos del santoral cristiano y pedía a lobos que no fueran violentos con las ovejas, hablaba con los pájaros y llamada al dolor y a la muerte hermano dolor y hermana muerte. La película que Rosellini hizo sobre él y sus frailes es una de las más deliciosas obras de humor de la historia del cine. El románico, del que José María Pérez González tanto sabe, también sería inconcebible sin el humor de sus artistas. Basta con ver los capiteles de sus iglesias, llenas de amantes enlazados, de monstruos de ojos dulces, de diablos tan glotones como inocentes, para darse cuenta de ello. Hace años vi en los claustros de la catedral de Palencia una exposición de arte religioso titulada: La palabra en la piedra. Un grupo de chicos y chicas de un instituto escuchaba con atención las explicaciones de un sacerdote. Estaban ante una delicada talla románica de la Virgen con el Niño. Era una Virgen muy hermosa, con su ingenuo hieratismo y sus luminosos ojos almendrados, pero en lo que todos se fijaban era en las grandes orejas del Niño. El sacerdote preguntó si alguno podía explicarle qué significaban y, ante su silencio, dijo con la mayor naturalidad: “La Madre está mirando el mundo y el Niño nos pide que escuchemos el silencio con que lo hace”. Según estas palabras, lo que el artista medieval había querido expresar es que debíamos prestar atención a todo eso que estando a nuestro lado no llegábamos a ver. Todos sonrieron al comprender que aquel niño se les parecía. También ellos tenían unas orejas así: eran su forma de pedir al mundo las palabras que necesitaban para sentirse vivos.

 Boletín de la Biblioteca de Castilla y León del mes de Octubre 2013

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