Héctor
Gallo
I
Las situaciones de crítica y choque que suelen
surgir en la escuela durante el recreo o en las clases a la vista del profesor,
si bien no hacen parte del comportamiento esperado por los educadores y por
ello se consideran causal de un llamado de atención por indisciplina, son
homólogas al acoso escolar, pero no tienen la misma estructura y por lo tanto
para nada son lo mismo. En la misma fenomenología descriptiva del acoso escolar
realizada por los pedagogos que se han ocupado de investigarlo, se dice que las
acciones agresivas son calculadas, sistemáticas y siempre se dirigen “hacía el
mismo blanco, que no hizo nada para ser atacado”.[1] Dicho
blanco tampoco hace nada para dejar de ser atacado, pues una acción a este
nivel implicaría una iniciativa que sin duda comporta un peligro: la cuestión a
calcular es si el peligro de reaccionar es menor al peligro que se corre
diariamente mientras no se haga nada.
En la definición que se acaba de evocar, vemos la
introducción de cuatro elementos: el cálculo anticipado de dañar al otro, la
repetición sistemática del daño, la permanencia del objeto al que se dirige la
agresión y su indefensión. En esta fenomenología sin duda hay un goce en juego,
bastante evidente en el acosador, pero muy oculto en el acosado. Este aparece
como si nada tuviera que ver con lo que le sucede, pues el abuso del que es
objeto se liga con un rasgo de indefensión: nada hace para provocar el
acoso y menos para defenderse. ¿Cómo explicar que el agresor se vea motivado
justamente por aquello que se constituye en un inhibidor para quienes habiendo
legitimado una autoridad han integrado la compasión en sus relaciones sociales?
II
Cuando se dice goce, lo que entra a dominar en la
relación del agresor con el objeto gozado ya no es la compasión sino la
fascinación pasional por dañarlo en tanto aparece colocado en un lugar de
debilidad. Esto se presenta bajo el influjo de lo que Lacan denomina en su
texto de Criminología “una creciente implicación de las pasiones fundamentales
del poder, la posesión y el prestigio, […]”.[2] Se
trata de un empuje a someter que aparece colocado al orden del día en los
ideales del discurso del capitalismo, empuje que emparenta este modo de
organización social con un totalitarismo disfrazado de democracia
participativa. Si en el capitalismo de hoy lo común es que todo aquel que asume
un lugar de dirección o de poder desacredite la autoridad y viva a un paso de
la criminalidad, la proliferación del acoso que por negar la pauta del Otro en
el lazo escolar ¿podemos hipotéticamente colocarlo del lado del goce femenino?
Eso que insiste y resiste encuentra en esta desacreditación de lo simbólico uno
de sus soportes fundamentales.
La falta de respuesta por parte de la víctima del
acoso, los expertos la explican como un efecto de su fragilidad,
indefensión y miedo. El blanco del ataque pasa a ser un proscrito del colectivo
por quedar localizado en el lugar del objeto de burla, humillación y acoso.
Teniendo en cuenta que el par del niño en la vida escolar, por ser una especie
de alter ego fácil de confundir con el ideal del yo tiene un valor cautivador,
verse no solo segregado sino también acosado por aquel que de cierta manera le
permite situar su relación libidinal con ese mundo escolar, puede tener como
efecto ya no saber cómo estructurar su ser en relación a ese lugar en donde
transcurre su vida cotidiana.
Dado que el niño ve su ser libidinal “en una
reflexión en relación al otro”[3] localizado
como ideal del yo, se comprende que al verse acosado se sienta desgraciado y no
quiera volver más a la escuela por no saber cómo reconocer sus propios deseos y
menos cómo hacerlos reconocer ante los otros. No tener la menor idea acerca de
cómo hacer valer lo que quiere, se constituye, a nuestro modo de ver, en la
debilidad fundamental del niño acosado.
Desde el punto de vista sociológico, la repetición
de las agresiones contra el mismo blanco, se explica por un ejercicio de la
fuerza aprovechándose de la debilidad del otro. Siendo esto indiscutible,
dejan sin explicar el aspecto subjetivo del problema, que por no ser visible a
primera vista hay que inferirlo. Aquí es cuando tenemos que servirnos de un
concepto lacaniano ajeno a la sociología: el concepto de goce.
III
El goce, en tanto se trata de una satisfacción que
está más allá del placer de la camaradería, estará encarnado en la escuela por
un sujeto que no se presenta sujetado a las representaciones simbólicas que
rigen el lazo escolar, sino más bien radicalmente separado de las mismas, como
si nada de la normatividad allí vigente lo limitara en tanto no lo representa.
Esto permite afirmar que las tensiones criminales incluidas en la
situación escolar se vuelven patógenas, no por el hecho de verificarse una
superioridad objetiva del agente y una fragilidad de la víctima, sino porque
a dicha tensión se agrega un goce del cuerpo asociado al hecho de
insistir en mantener a la víctima en un estado permanente de sometimiento.
Del sometido tampoco podemos decir que se ve
representado, apenas “podemos afirmar que es a”[4] Del
acosador podemos decir que es la ley, se comporta como si sobre él no
hubiera caído la barra del significante que limita su goce. Es por esto que se
ensaña en el asedio del otro más débil colocándolo en el lugar de un desecho
que está ahí para ser gozado como al Otro le venga en gana.
En el acoso escolar ya no se trata más de una
relación fantasmática con el goce que permite mantenerlo relegado a lo
imaginario, sino de una relación en la que por intervenir directamente la
pulsión “se establece en la dimensión real”.[5] Aquí
se trata de la puesta en acto de lo que podría llamarse la otra satisfacción,
pues la víctima es reducida a ser un desecho como si de esta manera quien ocupa
el lugar del agente pudiera colmarse y ser feliz. Es porque el niño acosador se
comporta como si sobre él no hubiera caído la barra de la castración que
podemos decir que encarna la anarquía de las pulsiones más elementales, y es
así como sus comportamientos, su modo de relacionarse con sus pares en tanto
objetos reales de goce, dan cuenta que el medio escolar no está hecho a la
medida de todos los niños para que se desenvuelvan felizmente, mantengan entre
ellos la distancia conveniente, encuentren allí una guía para la vida y unos
significantes que le sirvan de referentes para hacerse representar.
El concepto de goce nos permite diferenciar la
estructura de la relación llamada acoso de la rivalidad imaginaria y de la
relación Amo–esclavo, tal como es planteada por Hegel. La relación Amo-esclavo,
si bien supone una tensión y también implica un temor, éste no se asocia al
horror sino al respeto e incluso al amor. Piensen, por ejemplo, en el temor de Dios.
El temor de la víctima del acoso es distinta al temor de Dios por parte del
creyente, pues se emparenta con la expectación ansiosa relacionada con la
sensación de ser constantemente acechado, sensación caracterizada por lo que
denomina Lacan “terrores múltiples”, que evoca un sentimiento multiforme,
confuso, de pánico.
El temor de Dios, lejos de fundar
el horror por sus constantes malos tratos, dice Lacan que es soporte de la
fundación de “una tradición que se remonta a Salomón, es principio de una
sabiduría y fundamento del amor a Dios. Y además, esta tradición es
precisamente la nuestra”.[6]
Aquí es notable una cierta función restitutiva y por ello no es posible hablar
de violencia así intervenga el poder de uno más fuerte sobre otro más débil,
pues la violencia en lugar de fundar aniquila, siembra desolación y descompone.
La dimensión positiva del temor a Dios consiste en
que, gracias a su poderío, los temores innumerables a los que está expuesto el
ser humano, el miedo de todo lo que ocurre, son reemplazados “por el temor de
un ser único que no tiene otro medio para manifestar su potencia salvo por lo
que es temido tras esos innumerables temores, […]”.[7] Este
temor a realizar la erección de un Otro terrible que podría gozar sometiéndolo
de forma despiadada sin duda es fuerte en un hombre de fe, pero la ventaja que
tiene relacionarse con esa potencia divina está en que, por un lado, “recubre
el horror que existe”[8] y,
por otro, no excluye el coraje del creyente.
El niño víctima de acoso es común que aparezca
excluido del coraje, es alguien sin agallas, sin valentía, pues al parecer no
pocas veces prefiere suicidarse “para descansar” en lugar de enfrentarse al
riesgo de seguir viviendo. La repetición al infinito del acoso se ve favorecida
por esta posición de cobardía, que abarca el campo sexual porque es común que
tampoco el niño sumiso que es acosado tenga la menor idea acerca de cómo
aproximarse, de cómo hablar a una niña de su misma edad, que precisamente
representa ya para él la alteridad.
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