31 de enero de 2022

UNA MIRADA A LOS CASOS ANNA O. Y EMMY VON N.: ANALISTAS QUE ESCUCHAN, PACIENTES QUE GUÍAN Por Raúl B. Montesinos Parrinello

 Introducción

Este apartado nace de tres indagaciones, de tres caminos, que intentaré anudar a partir de un primer acercamiento, principalmente exploratorio.

Primero, parte de una interrogante que ha atravesado la práctica psicoanalítica desde sus inicios y que, hoy más que nunca, reclama un repensar permanente: la pregunta por la posición del analista en la sesión psicoanalítica. Si con Lacan veremos que todos los discursos se dirigen a un otro y desde un lugar, ¿cuál es la posición que adopta el psicoanalista frente al analizante y desde dónde enuncia su práctica? ¿Qué ocurre —o deja de ocurrir— entre analista y paciente en ese espacio, en esa interacción particular?

Como segunda entrada, este texto inicia con la intención de enlazar estas preguntas de partida con otro gran umbral del psicoanálisis, y origen de este trabajo grupal: la lectura del inconsciente. Esta posición que ocupa el analista ¿cómo se relaciona con lo inconsciente, concepto inasible y difícil de delimitar? ¿De qué manera se acerca a él y haciendo —o dejando de hacer— qué? Estas amplísimas interrogantes, por supuesto, han motivado diversos enfoques y siguen impulsando e interpelando la práctica psicoanalítica hasta nuestros días.

Por último, este trabajo se origina también —y quizá en primera instancia— en una inquietud personal que, aunque empieza teórica y externa, termina en un lugar más singular e íntimo: en la pregunta por mi propio deseo de estudiar psicoanálisis, de ser psicoanalista, si tal cosa es posible. Y, por supuesto, antes, también en otro deseo: el de ser analizante, el de estar en ese lado otro y pasar por la experiencia analítica.

Con estos disparadores iniciales, y como parte de una primera entrega de una investigación de más largo aliento, en las siguientes páginas me propongo, en este punto del camino, un primer objetivo más acotado: releer los dos primeros textos de los «Historiales clínicos» —escritos por Sigmund Freud y Josef Breuer hacia fines del siglo XIX y publicados dentro de los Estudios sobre la histeria[1], textos fundacionales de lo que hoy entendemos por psicoanálisis— y, específicamente, revisar, a partir del planteamiento narrado de sus casos, la posición que ejercieron los entonces médicos frente a sus pacientes. A partir de ahí, asimismo, me interesa examinar aquello que en el proceso van descubriendo en torno a lo que, unos años después, Freud denominará lo inconsciente.

Los dos casos a los que me acerco son «Señorita Anna O. (Breuer)»[2] y «Señora Emmy von N. (40 años, de Livonia) (Freud)»[3]. Selecciono el caso Anna O., paciente de Breuer que motiva el primer texto de los «Historiales clínicos» de la edición de Amorrortu, dado que es reconocido como un hito para el inicio del psicoanálisis; y el de Emmy von N. porque es uno de los primeros relatos clínicos publicados por Freud, quien por entonces empezaba a explorar —aún dentro de la hipnosis y en los prolegómenos de la asociación libre— con la sugestión y el método catártico.

Sobre la base de las preguntas planteadas al inicio de esta introducción, entonces, ¿qué aflora en lo escrito por Breuer y, especialmente, en este primer Freud de los «Historiales clínicos»?

Del médico científico al analista-escucha

Ella prestaba incondicional obediencia a las indicaciones médicas, pero siempre lo hacía con la más profunda desconfianza.

Sigmund Freud, sobre su paciente Emmy von N.[4].

Revisar cabalmente la posición de estos ya reputados médicos de fines del siglo XIX implicaría entender algo más de su formación y del contexto de la época, objetivo que sobrepasa los alcances de este trabajo. Diremos, sí, que Breuer y Freud —médico, fisiólogo y psicólogo, y médico neurólogo, respectivamente— hacían eco de la mirada científica de la época, que se nutría a su vez del positivismo imperante entonces. En este entorno, presentan sus casos en formato de informes clínicos. No debemos perder de vista que estos textos tienen como interlocutores esperados a los demás miembros de la comunidad científica; ante ellos muestran sus observaciones y deducciones, y ante ellos validan sus hipótesis de trabajo.

En ese contexto, y en su condición de profesionales de la medicina, ellos están posicionados como los especialistas para tratar diversas patologías —algunas de ellas de origen entonces incierto— en las enfermas. El discurso se mueve, comprensiblemente, entre lo normal y lo anormal[5]. En su relato —que no deja de serlo— cumplen con el rol esperado: son —o se muestran como— científicos expertos y voces de autoridad, que van llevando de la mano a sus interlocutores con el fin de presentar sus hallazgos, y también sus desencuentros. Esa es la posición discursiva que se establece desde un inicio y, en la presentación de los casos clínicos, se marca a partir de la presencia del analista, que dirige la indagación, y a través de sus herramientas más importantes: la observación y la palabra.

Ahora bien, ¿qué marcas discursivas concretas de esta mirada podemos encontrar en su exposición de los casos? Desde un somero análisis discursivo-textual, quiero detenerme en el uso de ciertos verbos en la narración de los casos. Destacan en los informes múltiples acciones/predicados dirigidos desde los médicos hacia sus pacientes. Muchos están relacionados con preguntar, pedir, indagar, decir, escuchar.Pero también leemos, en boca de los propios doctores, palabras o enunciados como la compelí a hablar[6], le quitaba todo el acopio de fantasmas —con lo cual ella se aliviaba[7], le arrancaba historias[8], entre otras, en el caso de Breuer; o le impuse la tarea de averiguar[9], la purifico[10], la reprendo[11], la liberé[12], resolví a convencerla de lo contrario[13], perdí la paciencia y le espeté en la hipnosis[14], le demandé que me dijera[15] y similares, para el caso de Freud.

Podríamos decir, en consecuencia, que ambos médicos, en primera instancia, se sitúan —y esto lo demuestra el uso preponderante de estos verbos/predicados— en posición de agentes frente a sus pacientes[16], quienes reciben las instrucciones de los médicos e, incluso, —como afirma en un momento Freud sobre la señora Emmy— ruegan por ayuda[17]. La influencia real o imaginada de la palabra del médico es notoria y parte muy explícita y directa de la cura. Al respecto, resulta interesante constatar cómo Freud termina su descripción del caso clínico de Emmy von N. refiriéndose, con algo de ironía, a la influencia de su palabra y sus promesas sobre la paciente, quien le pide permiso para que otro médico la hipnotice[18].

Esta primera mirada al lenguaje de los casos se refleja en una idea que atraviesa varias veces los historiales clínicos: que el médico es el único que puede curar o aliviar al paciente; para ello, decía, basta su palabra o su acción. Y el método usado en ese momento por ambos médicos se vinculaba eficazmente con ese acercamiento, al menos en un inicio. Breuer, por ejemplo, señala: «El modo de prevenir estas contingencias harto desagradables fue que yo (a su pedido) cada anochecer le cerrara los ojos con la sugestión de que no podía abrirlos hasta que yo mismo lo hiciera por la mañana»[19]. Freud ocupa una posición semejante:

Intento aminorar la significación del recuerdo, señalándole que nada le sucedió a su hija, etc. Dice que eso vuelve siempre que está angustiada o se aterra. — Le ordeno no tener miedo a las imágenes de los indios, más bien reírse de ellas a carcajadas y llamarme la atención sobre ellas. Y así ocurre después que despierta [las cursivas son mías][20].

Esta postura tiene de inmediato un efecto en la paciente, quien se halla profundamente preocupada por lo que piense Freud de ella y sus acciones. Al menos en un inicio, depende casi totalmente de las respuestas explícitas o implícitas del doctor, y así responde al tratamiento[21].

En suma, desde una mirada cientificista y positivista, y desde ese lugar de enunciación, Breuer y Freud observan y describen a sus pacientes enfermas, buscando sacarlas de ese estado. Indagan y hacen pesquisas, como moviéndose por terrenos a veces conocidos, otras veces inexplorados, y deducen sobre fenómenos que están ahí en ellas,dispuestos para ser descubiertos por su ojo experto y curioso. Ambos doctores clasifican, sistematizan lógicamente, categorizan, comprueban, diagnostican, demuestran. Informan a la comunidad científica sobre sus descubrimientos, intentando una objetividad que también es atravesada, por supuesto, por la subjetividad de la época. Intervienen por cierto en las condiciones patológicas de las histéricas. Y, en última instancia, curan o rectifican su método para conseguirlo; de hecho, no pocas veces se muestran críticos con sus propios alcances, conscientes de su ignorancia y de lo indescifrable que, por momentos, tienen enfrente[22]. Son, pues, médicos científicos en todos los sentidos de la palabra, herederos en ese momento de lo que Michel Foucault describiría como una práctica clínica médica —una forma de conocimiento— basada en un método de observación que, a partir de la mirada «objetiva», logra describir, descubrir y desvelar el objeto de análisis: el sujeto enfermo[23].

Pero no solo se colocan en ese lugar ni limitan su práctica representando ese papel. Este giro resulta clave, y hasta revolucionario: Breuer y, sobre todo, Freud, no solo observan, sino que escuchan a sus pacientes como tal vez nadie antes lo había hecho; en ese escuchar atento, de hecho, empieza el tratamiento.

Esta relación de dos vías llega a un curioso punto cuando el médico vienés describe una pequeña escena —en el contexto de los problemas estomacales que provocaba la ingesta de agua en la paciente—, que me permito transcribir completa:

«Yo se lo había dicho. Ahora se han perdido todos los logros que tanto tiempo y tantas penas nos llevó conseguir. Me he arruinado el estómago como siempre que me alimento en demasía o bebo agua, y me veré obligada a guardar una dieta total durante cinco a ocho días antes que tolere algo». Le aseguré que no sería necesaria esa abstinencia, pues era de todo punto imposible que el agua le arruinara a uno el estómago de esa manera; sus dolores sólo se debían a la angustia con que había comido y bebido. Era evidente que no le había causado impresión alguna con este esclarecimiento, pues cuando poco después quise dormirla la hipnosis fracasó por primera vez; y por la furiosa mirada que me arrojó supe que estaba en plena rebeldía y que la situación era muy seria. Renuncié a la hipnosis, y le dije que le daba veinticuatro horas para que reflexionara hasta admitir el punto de vista de que sus dolores de estómago sólo se debían a su miedo; pasado ese plazo yo vendría a preguntarle si todavía opinaba que uno podía arruinarse el estómago ocho días enteros a causa de una copa de agua mineral y de una frugal comida; en caso de afirmarlo ella, le rogaría que partiese. Esta pequeña escena estaba en agudísimo contraste con nuestras relaciones, de ordinario muy amistosas.

Veinticuatro horas después la encontré humilde y dócil. Al preguntarle su opinión sobre el origen de sus dolores de estómago, respondió, incapaz de disimular: «Creo que se deben a mi angustia, pero sólo porque usted lo dice»[24].

Este ejemplo sintetiza con claridad, creo, la particular relación que establecen médico y paciente a partir del tratamiento y el entorno en el que se sucede, y puede servir de bisagra con un segundo punto que me gustaría tocar en este trabajo: el papel de la paciente en el tratamiento, que no es menor ni secundario.

De la paciente observada a la analizante-guía

«Lo haré porque usted me lo demanda, pero le anticipo que será para mal, porque mi naturaleza lo rechaza, y mi padre era igual».

Paciente Emmy von N. dirigiéndose al Dr. Freud[25]

Podríamos decir que en ambos informes/relatos de Breuer y Freud hay una relación asimétrica de poder propia del contexto médico-paciente y de la época, pero también podríamos señalar que, en estos historiales clínicos, hay —si se me permite la hipótesis— una cierta disputa de ese poder desde la posición de las pacientes, hecho sobre el que parecen ser conscientes ambos y que aflora en varios momentos.

Quizá la muestra más perdurable de la incidencia de las pacientes en el tratamiento sea la manera en que ellas mismas nombraban lo que ocurría en las sesiones. Así pues, la doble referencia que propone la propia Anna O. a lo que sucedía en el tratamiento —la «cura de conversación» o la más coloquial «limpieza de chimenea»[26]— es ilustrativa y, de hecho, tiene resonancias en el psicoanálisis actual. La misma señorita Anna nombra «teatro privado»[27] a su soñar diurno y menciona también su «yo díscolo»[28]. No es menos sugerente el «revoltijo en la cabeza»[29] que le describe Emmy von N. a Freud. Ellas no solo dan pistas y delinean posibles caminos, sino que también explican y definen, con palabras muy precisas y expresivas, lo que les pasa. No son autoridad médica ni se expresan en términos científicos, pero cumplen, en esa dupla médico-paciente, una función igualmente importante mediante su percepción y sus palabras.

Estas pistas de las pacientes encuentran un correlato en el deseo de los médicos de tratarlas. Y este deseo se conjuga con otro no menos importante, que Anna O. se encarga de explicitar al Dr.  Breuer: el deseo de ser curada y la determinación de ella sobre esto último. En efecto, detalla Breuer que «la propia enferma se había trazado el firme designio de terminar con todo»[30].

En una línea similar, la señora Emmy parece entender rápidamente que el trabajo es conjunto. Y que, en este sentido, los logros son de los dos: médico y paciente. Así lo señala explícitamente ella cuando, en el texto citado párrafos atrás, se queja porque ve cómo «todos los logros que tanto tiempo y tantas penas nos costó conseguir»[31] tambalean ante un nuevo pedido de Freud.

De hecho, Freud percibe claramente y anota estas intervenciones dentro de su informe: «Le había provocado rabia el hecho de que yo diera por acabado su relato y la interrumpiera mediante mi sugestión terminante. Tengo muchas otras pruebas de que ella, en su conciencia hipnótica, vigilaba mi trabajo» [las cursivas son mías][32].

Por otro lado, en varios segmentos del caso, Emmy deja en sus respuestas a Freud pistas o derroteros, a veces muy explícitos, de por dónde ir —o por dónde no— durante la sesión:

Yo creo que en ella los dolores de estómago acompañan a cada ataque de zoopsia. Su respuesta, bastante renuente, fue que no lo sabe. Le doy plazo hasta mañana para recordarlo. Y hete aquí que me dice, con expresión de descontento, que no debo estarle preguntando siempre de dónde viene esto y estotro, sino dejarla contar lo que tiene para decirme. Yo convengo en ello, y prosigue sin preámbulos [las cursivas son mías][33].

La escucha atenta de Freud aguarda a que surjan las cosas desde la paciente[34]. Y este escuchar expectante permite que, en ocasiones puntuales, la paciente misma dé la explicación de lo que pasa, y no al revés[35]. Por momentos, asimismo, Emmy advierte que lo que plantea el doctor «no servirá de nada»[36].

No estamos, entonces, ante una relación solo activa-pasiva entre médicos y pacientes, sino que estas últimas también inciden en la cura y en el camino que toma el propio médico-analista[37]. Esta es una relación bidireccional que me interesa destacar aquí, clave no solo en estos primeros historiales clínicos, sino para la praxis psicoanalítica que se empezaría a desarrollar a partir de aquí.

La escucha que ponen en práctica Breur y Freud a fines del siglo XIX da voz a sus pacientes. Y a partir de ahí, de ese poner todos los sentidos sobre ellas, se teje la cura. Pero no solo eso: de alguna manera —y esto es lo más interesante— los médicos les hacen caso a las histéricas; es decir, confían en lo que les tienen que decir sus pacientes tanto como ellas en la voz y autoridad del doctor. Así pues, paradójicamente, las histéricas pasan de ser las pacientes observadas a ser, por momentos, quienes guían la exploración, su propia exploración.

Un lazo que se va tejiendo: hacia un nuevo método de análisis y la lectura del inconsciente

La conversación que sostiene conmigo mientras le aplican los masajes no es un despropósito, como pudiera parecer; más bien incluye la reproducción, bastante completa, de los recuerdos e impresiones nuevas que han influido sobre ella desde nuestra última plática, y a menudo desemboca, de una manera enteramente inesperada, en reminiscencias patógenas que ella apalabra sin que se lo pidan. Es como si se hubiera apoderado de mi procedimiento y aprovechara la conversación, en apariencia laxa y guiada por el azar, para complementar la hipnosis.

Freud, sobre su paciente Emmy von N.[38].

Aunque el concepto freudiano de inconsciente —el principal concepto de Freud, según Lacan— empezaría a establecerse recién en La interpretación de los sueños[39], en los Estudios sobre la histeria ya se empiezan a sentar las bases del término y, de hecho, aparece explícitamente para referir un contenido psíquico detrás del contenido manifiesto[40].

El propio Freud, por ensayo y error, empieza a notar que el tratamiento hipnótico no funciona como esperaba y que, en esa línea, tampoco sus indicaciones o demandas hacia la paciente, recibidas hasta de buena gana por ella, pero inútiles finalmente para tener efecto en sus traumas más profundos. Con base en lo que observa en la práctica, Freud empieza a girar su método y anota que «el declarar previo a la hipnosis cobra significación cada vez mayor»[41]. El epígrafe que abre esta sección da también cuenta de eso y es, como señala James Strachey, tal vez la primera referencia de lo que luego será el método de la asociación libre[42].

Desde estos primeros escritos de 1895, podemos constatar cómo estamos ante un médico-analista que pugna por encontrar un sentido, por descifrar e interpretar. Ese es, en efecto, el acercamiento freudiano que ya empieza a asomar sobre cómo abordar ese campo desconocido de lo inconsciente. En la escucha de sus pacientes y sus relatos, en la observación de sus cuerpos y en la lectura de sus gestos, Freud encuentra un campo fértil para la interpretación[43]. Se trata, como sabemos, finalmente, de un inconsciente de la interpretación y el desciframiento, y de un médico que va tras su sentido. Aunque ese sentido sea tan solo, a veces, un «resto, retenido […], de esa historia»[44].

Si más adelante en la obra de Freud comprobaremos que el síntoma tiene dos formas, una relacionada con el sentido y otra con la carga pulsional que se repite en todo sujeto, en estos primeros casos empezamos a observar a un analista que va en busca de lo primero, acaso más accesible, es decir, de un médico-analista que quiere encontrar un sentido en esas manifestaciones de sus pacientes, y que ya empieza a notar la existencia de lo inconsciente como resultado de sus deducciones.

A modo de cierre

Raúl B. Montesinos Parrinello (participante del CID-Lima)

Anotábamos al inicio de este trabajo que los Estudios sobre la histeria son un punto de partida fundamental para la teoría y la práctica psicoanalítica. Dan cuenta del inicio de un recorrido que parte de la investigación en campo de Breuer y Freud, pero que, en el camino, va descubriendo e incorporando distintos elementos reveladores y novedosos.

Este descubrimiento se produce, como hemos visto a lo largo de este trabajo, a partir de tres elementos que se entrelazan y que empiezan a definir la práctica psicoanalitica: el médico, la paciente y la relación que se establece entre ellos a través de esa escucha, de esa conversación. Esta surge y se desarrolla gracias a la posición que ocupan ambos sujetos.

Hoy sabemos, siguiendo a Lacan, que el dispositivo analítico tiene en la presencia del analista a su principal actor, y que esta presencia permite la emergencia del inconsciente del analizante; analista y analizante funcionan como dos caras de una misma moneda. Algo similar ocurre en esta relación en los «Historiales clínicos»: la escucha del médico implica asumir que las histéricas tienen algo que decir, precisamente, ante su presencia. Implica igualmente otorgarles voz. Y, sobre todo, este escenario lleva a escuchar e intentar descifrar eso que —bien en su estado «normal» o en su estado de «conciencia segunda», siguiendo a Breuer[45]— ellas tienen que decir, que dice algo.

Vuelvo ahora, al final de esta escritura, sobre las preguntas planteadas al inicio. Las relaciono con lo que años después Lacan denomina el dispositivo analítico y con conceptos como eldel deseo del analista, ideas que abren otras puertas y que me gustaría trabajar más adelante. Lacan, en efecto, se preguntará por el analista, por su presencia y su saber inconsciente, y lo pondrá en el centro del acto analítico, pero esta vez no como intérprete, sino, fundamentalmente, para representar y encarnar un vacío que produzca la emergencia del inconsciente del analizante. Este singular y transformador acercamiento a la práctica psicoanalítica tiene, sin duda, una semilla en las originales pesquisas que, hacia fines del siglo XIX, Josef Breuer y Sigmund Freud empezaron a delinear en sus historiales clínicos, y gracias a las llamadas histéricas y sus enseñanzas.


[1] Freud., S., «Estudios sobre la histeria (J. Breuer y S. Freud) (1893-1895)», en Obras completas, volumen II, Buenos Aires, Amorrortu, 1978/1992.

[2] Ibid., pp. 47-70.

[3] Ibid., pp. 71-123.

[4] Ibid., p. 88.

[5] Breuer, por ejemplo, mencionará el «estado normal y el “estado segundo”» en el que oscilaba la conciencia de la enferma (ibid., p. 67), así como el «carácter verdadero» (ibid., p. 69) frente al otro carácter díscolo de su paciente Anna O., nombre ficticio de Bertha Pappenheim.

[6] Ibid., p. 50.

[7] Ibid., p. 54.

[8] Ibid., p. 56.

[9] Ibid., p. 85.

[10] Ibid., p. 90.

[11] Ibid., p. 92.

[12] Ibid., p. 99.

[13] Ibid., p. 103.

[14] Ibid., p. 118.

[15] Ibid., p. 118.

[16] Puede verse información especializada desde la lingüística sobre pedricados y funciones semánticas de agente, paciente, etc., en Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, Nueva gramática de la lengua española, tomo I, Madrid, Espasa Libros, 2009, p. 64.

[17] Freud, S., op. cit., p. 85.

[18] Ibid., p. 104.

[19] Ibid., p. 61. En esta cita aparece también una intervención de la paciente, hecho sobre el que volveré más adelante.

[20] Ibid., p. 76.

[21] Como muestra, véanse las páginas 81 y 79 de la misma edición, respectivamente.

[22] Por ejemplo, Freud en la p. 92.

[23] Foucault, M., El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica (trad. F. Perujo), Buenos Aires, Siglo XXI, 1963/2004, pp. 274-275.

[24] Freud, S., op. cit., p. 101.

[25] Ibid., p. 100.

[26] Ibid., p. 55.

[27] Ibid., p. 47.

[28] Ibid., p. 69.

[29] Ibid., p. 98.

[30] Ibid., p. 64.

[31] Ibid., p. 101.

[32] Ibid., p. 83.

[33] Ibid., p. 84.

[34] Ibid., p. 96.

[35] Ibid., p. 94.

[36] Ibid., p. 102.

[37] Para una discusión complementaria sobre los elementos innovadores propuestos por la práctica freudiana en torno a la relación entre médico y paciente, puede verse Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, II. (3.ª ed.), Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1967/2015.

[38] Freud, S., op. cit., p. 78.

[39] Freud., S., «Lo inconciente (1915)», en Obras completas, volumen XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1978/1992, p. 158.

[40] Freud., S., «Estudios sobre la histeria (J. Breuer y S. Freud) (1893-1895)», en Obras completas, volumen II, Buenos Aires, Amorrortu, 1978/1992, pp. 11 y 68.

[41] Ibid., p. 86.

[42] Ibid., p. 78.

[43] Muchas veces, el lugar que usa Freud para exponer esta interpretación de los síntomas en sus informes son las notas a pie de página; como muestra, puede verse la nota 46 de la p. 112.

[44] Ibid., p. 84.

[45] Ibid., p. 65.

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